miércoles, 29 de marzo de 2017

Historia de un poema (Especial para Revista El Desaguadero)


Por María del Carmen Colombo



El poema elegido está incluido en mi último libro editado, La familia china. Forma parte  de ese conjunto que irrumpió  y se fue gestando paralelamente a la escritura de otros poemas como una escritura secreta. Y digo secreta porque pasó mucho tiempo hasta que la hiciera conocer. Es que esa irrupción fue desconcertante para mí, que no atinaba a dar cuenta de lo que en ese momento estaba pasando con mi poesía.

Desconcertante pero también gozosa. Porque al dejarme llevar por esa nueva música  iba ocupando el espacio de la página (llenando el espacio con letras). Y con la forma del «poema en prosa», con esos poemas achaparrados y compactos, sentía que me liberaba  de esos otros poemas, delgados, casi raquíticos, y de gran concentración  de mis libros anteriores.  Creo que en ese aspecto tuvo mucho que ver el encuentro con  los textos de Osvaldo Lamborghini, en particular con Matinales.  La sonoridad  alucinatoria de ese texto obró como un disparador para la entrada de ritmos hasta entonces nunca abordados por mi escritura. Lo leí y releí hasta casi memorizar algunos fragmentos;  siempre como «poema» y sin reparar en que el autor y los críticos lo catalogaban como «cuento».

El elemento oriental fue aportado por «los chinos de acá», como llamaba yo a una familia  que ocupaba un departamento de la casa donde vivía, en el barrio de Villa Crespo. Encontraba  al padre de esa familia -integrada además por su mujer y dos hijas- en las reuniones de consorcio. Me causaba gracia la respuesta que ese hombre daba a cualquier pregunta incómoda: «no entender, no entender», repetía.  Pero la frase quedaba resonando, como un mantra que parecía traducir mi propia desorientación.

Ese hombre inspiró el poema elegido para la sección «La historia de un poema», que fue uno de los primeros que escribí, basándome sólo en ciertos detalles  que creí evocaban lo oriental (un ejemplo es el uso de palabras del tipo «biombo», «bambú», «abanico»).

Lo oriental así entendido, y como elemento de mediación, también me permitió tomar distancia y a su vez acercarme de otra manera a un territorio familiar, que no sólo incluye la lengua del Río de la Plata, sino además una tradición literaria, con la que trabajé en libros anteriores. Me refiero a ciertas voces del gauchesco, a Esteban Echeverría, Girondo, Artl, Discépolo. Dentro de esta «familia», también se incluyen «parientes lejanos», como Rimbaud o Elisabeth Bishop. Todo mezclado con retazos de elementos biográficos y de discurso político (este último encarado en forma  panfletaria). Mezcolanza, entonces. Y también humor, el encuentro de lirismo y humor. Un humor más emparentado con la sonrisa que con la carcajada –el sonreír de los tontos-, que a veces roza la ironía, pero que nunca llega a la mueca.

Mi hija Soledad fue la primera lectora: su entusiasmo me alentó a continuar. Y sus acertadas indicaciones me sirvieron en la etapa de  corrección. Ella  me convenció de que el título era el adecuado, por el doble sentido de la expresión «familia china»: uno, el evidente; y el otro, el que alude en nuestra lengua coloquial a una particularidad inextricable. Más tarde, la lectura de Antonio Moro, amigo y poeta cordobés, resultó fundamental para que pudiera seguir adelante. Cuando creí que el libro estaba concluido, entregué el material a otro amigo, el poeta y dramaturgo Alfredo Rosenbaum, quien llevó a escena los poemas, en el Teatro Rojas.

El estreno de esa obra coincidió con la publicación del libro, editado por José Luis Mangeri, en Editorial Tierra Firme. La salida del libro me conmocionó. Pero asistir como espectadora al estreno y a las sucesivas representaciones fue una experiencia impactante. Creo que fue gracias a esa conmoción que comprendí hondamente el sentido de los poemas de ese libro. Hilos Editora lo reeditó en 2012, en una versión que incluye tres textos inéditos.     



*
Cuando las tres chicas se acercan, el padre cierra el abanico de sus sentimientos, de golpe. Tiene miedo el padre chino de que el calor de sus hijas desplanche las rayitas de su alma, plisadas con suma paciencia por sus antepasados.
El miedo le hace pitar de una boquilla elongada hasta el límite. Chupa del pico el hombre, y de su boca evaporada por el humo se desprenden pensamientos finitos como el perfil de un pez raya. Es el opio de los pueblos con que carga su boquilla el que lo hace descifrar sus pensamientos en voz alta.
“Esas tintoreras –dice de sus hijas– calientan la pava y después yo salgo hecho una planicie. Qué saben ellas, tan chiquitas, del trabajo que costó a mis antepasados imitar el oscuro abanico de las olas, escama por escama, durante milenios, hasta hacer de mi alma este biombo musical que sólo los hombres chinos saben desplegar con dignidad.”
Al escucharlo, la más china de las tres chicas desenrolla el caracol de su rodete en señal de rebelión.
Cae ondulado el bandoneón de su pelo, y el padre recuerda el golpe, seco, de una sombrilla al cerrarse.


María del Carmen Colombo, en La familia china

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