jueves, 8 de mayo de 2014

Vacas tristes entre la duda y la verdad*





Por María del Carmen Colombo


Entrar a la gran literatura, como Anastasio el Pollo al teatro Colón.
L. L.


Este es el sueño que soñé despierta, el invento que en realidad me apareció releyendo los escritos de un sabio guitarrero que afirmaba --que afirma--, llamarse Juan, Juan Gelman (1).
Iba yo como voy, boleada casi siempre, por la pampa de papel cuando de pronto encontré una leyenda que me llegó, digamos, que me rayó, como si en realidad la uña del mencionado rasgador de cuerdas me hiciera sonar el corazón. Cuando quise acordarme me di cuenta: versos eran y parte de una dedicación casi rimada, hechos a una difunta, reina mentada, musa inspiradora ELLA, Alejandra (2). Ave cantora, después supe, que como un pajarito había volado, huido a los misterios del desierto. Si el mareo me deja, quisiera recordar esas estrofas, decían más o menos así:

Oh eternidades débiles perdidas para siempre
y vacas tristes entre la duda y la verdad
y sedas y delicias de la sombra
mejor hagamos un mundo para que alejandra
se quede...(3)

Abatatada por el sonido de las cuerdas de lana del pampero, fijé mi atenta distracción en esos animales que Juan el guitarrero así nombraba: “vacas tristes entre la duda y la verdad”. Como reconocer, reconocía haber visto muchas pero muchas vacas…, pero de éstas ninguna, claro… (era mala consejera la ignorancia mía, el corazón rasgado ya me lo decía). Entonces decidí preguntarle a un tal Don Federico, alias el matadiós porque había matado a su tatita, según se decía, con el filo de su afilosofado facón, él mesmo. Y buscando lo encontré en un rincón de su almacén de brebajes antiguos. Yo le mostré la letra y él me dijo: “ha dado usted con el hombre indicado” y, como un adivino encantado por los versos, agregó: “yo veo una mujer en esa vaca, porque recuerde –prosiguió-- que como yo mismo he dicho hace un montón ‘la mujer sigue siendo gato o pájaro o, en el mejor caso, vaca’ (4). No se lo tome a mal --se disculpó el viejo Federico-- pero este pensamiento mama del manantial que mi cuchillo hizo brotar en otras épocas. Saque --me dijo-- su pata de la letra y vuelque en su imaginación otra ginebra”.
Yo ya me desbordaba y empecé casi a delirar, seguí escuchando: “... esas vacas que pastan en la pampa de papel son las Consoladoras de la Soledad y viven tristes porque siempre una pérdida las pone así. De tal forma que penan infinitamente: aléjese son vacas perdedoras. Por eso están tumbadas, depremidas, tiradas en la seda del pasto, y quien se atreva a ordeñarlas no beberá la caña o la ginebra con que los varones como yo acostumbran a enyenarse el garguero, sino la dulce leche femenina de sus ubres”.
Y después como si esto fuera poco me espetó con desprecio: “es el lenguaje de la falta fatal, de la falla, mi'hijita, que cava y cava hasta vaciarlo todo”. Y después de lo dicho el viejo Federico se esfumó, como un fantasma.
O fui yo que me rajé del almacén del matadiós, más rayada que nunca. Una tormenta que me atormentaba llovía adentro de mi mente: como una catarata de recuerdos lo que había olvidado retornaba: eran definiciones de la infancia, las leídas en un viejo diccionario pampeano: vaca, hembra del toro; y vacante, vacío; y bacante con la b de labios suavizados: prienda movida por la pasión o la mamúa de transportes desordenados; vacante: abandonado, hueco, vacío.
Un sudor femenino empapaba mi cuerpo: era de furia, de furor ancestral, acaso el que me recordaba a mí misma, vagando por los laberintos del rancho de la mente, rumiando, masticando como vaca y, por qué no decirlo, llorando mi aflicción. Para calmarme, como se calma una, me tumbé como buena vacuna en la delicia de la sombra que un árbol me daba. Un vacío me vaciaba el alma, un vacío vacuno que yo había mamado, me di cuenta, en las ubres de la madre mía.
Las palabras de Juan el guitarrero me tocaban como tocan, como señalan los punteros con su dedo largo, largo de padre occidental, un error, una falta, un no tener, y obligan a vivir, entonces, en la culpa de lo que no se tiene.
No era nada inocente el sabio verseador cuando, sin darse cuenta, tildó de femenino a ese pensamiento.
Ya totalmente enloquecida, y entrampada en las garras de esta ficción, yo me golpeaba el pecho repitiendo: yo la vaca, yo la vaca, como un signo yovaca de identidad. Y de tanto repetir, una jerga rabiosa me babeaba la boca, una jerga al revés. Era la jeringonza de los desesperados que, perdidos en su infinita pena de perder, dan vuelta las palabras, prendidos a la alelada jerga del lunfardo.
Pero por fin desperté: una entripada realidad carnicera cortaba en picadillo la mañana, y en el rancho de al lado alguien cantaba unos versos vacunos que anoté y que decían:
Mi patria es este revés /porque me siento fallada /destino de condenada /tratar siempre de zurcir /falla detrás de otra falla. //Yo me trato de cubrir/rebozo de mis palabras/tapando lo que me falta /lo que falta me hace a mí. //No sea que al descubierto /quede tanta imperfección /y venga con su ficción/algún varón de la patria /a rasgarme el corazón /como cuerda de guitarra / y me haga sonar… "
Y no hay vuelta que darle, ni despierta se sale fácil de esta ficción. Y sobretodo si “Oh eternidades, débiles, vacunas y vacías…, yo las amo” (5).

* Esta nota fue publicada en la Revista Feminaria, del mes de agosto de 1991, pp. 7 y 8.

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(1) Gelman Juan, poeta argentino(Buenos Aires, 1930). Reside actualmente en México.
(2) Pizarnik, Alejandra, poeta argentina (Buenos Aires, 1936-1972).
(3) Fragmento del poema "Proposiciones" de Juan Gelman, incluido en su libro Relaciones (1973).
(4) F. Nietzche: Así hablaba Zaratustra.
(5) F. Nietzche: Así hablaba Zaratustra.

lunes, 5 de mayo de 2014

Músicas de acá y de allá, influencias entre la literatura española y argentina**



El texto que se transcribe a continuación corresponde a la ponencia leída en ocasión del encuentro de poetas argentinas y españolas, realizado en el mes de agosto de 2006, en el Centro Cultural de España en Buenos Aires (CCEBA, Florida 943).


Por María del Carmen Colombo

“En la resonancia –dice Bachelard— oímos el poema, en la repercusión, lo hablamos, es nuestro”: sonidos que fluyen hacia nosotros, que identificamos oyéndolos en otra voz, tonos y ritmos, música que institivamente reconocemos: in-fluencia, entonces, ese modo de encuentro.
Así entendido el significado de esta palabra, puedo decir respecto de los poetas españoles, que son muchos los que me han conmovido: entre los clásicos, por ejemplo, Quevedo; más cerca, Juan Ramón Jiménez, y de la generación de la posguerra, Gloria Fuertes, Blas de Otero, Angel González, Cernuda también. Pero como in-fluencia, en el sentido que doy a esta palabra, identifico claramente dos: una, temprana y entrañable, proveniente del registro oral, relacionada con los poetas populares españoles que cantaron en lengua gallega, y otra, mucho más tardía, derivada de la lengua escrita, la del poeta García Lorca, el Lorca de Poeta en Nueva York.
En cuanto a la primera, fue la voz de mi madre que me acercó desde las dulces cántigas de cuna ("durme meu menina durme/ durme se queres durmir") y las graciosas cadencias de las coplas ("vexo Cangas, vexo Vigo/, tamén vexo Redondela/, vexo a Ponte de Sampaio/, camiño da nosa terra"), hasta los punzantes acentos, irónicos, burlones, del cancionero popular de Galicia ("vaite lavar, porcona/ vaite lavar/ se non che chega o río/ tirate o mar").
Canción que calma pero al mismo tiempo hiere, decir que sueña pero también despierta, el canto de mi madre evocaba así, en aquellos días de mi infancia, los intensos contrastes de un paisaje lejano –ternura de vergel, aspereza de la piedra--, el que habitaron sus antepasados, campesinos pobres de Pontevedra retomando, sobre todo, los tonos de lamento y desafío de esa provincia “humillada” de España, según palabras de mi abuela materna; y que alguna vez descubrí, también por obra de mi madre, en la voz de otra mujer y poeta, Rosalía de Castro, ("Castellanos, castellanos,/ tratad bien a los gallegos/ cuando van, van como rosas, /cuando vuelven, como negros").
En aquellos tiempos, digo, cuando gracias a “un entender no entendiendo” mis oídos, directamente, a través de esa musicalidad, asimilaban no sólo el sentido literal de las palabras, imaginaban además, ese otro sentido, que cava profundo en la memoria --avatares de la historia de una región, de los pensamientos y sentimientos de un pueblo, de sus supersticiones y arcaicas creencias--. “El problema de uno, padecido por muchos”, al decir de Enrique Santos Discépolo: vivencias de antiguas exclusiones y sometimientos --linguísticos, culturales, sociales— que la experiencia --exilio y desarraigo-- de la inmigración al Río de la Plata actualizó en aquellos argentinos “esforzados”, integrantes de la “plebe ultramarina” de la que hablaba Lugones, y que poblaban los suburbios del Río de la Plata. Nostalgiosos y melancólicos por todo lo perdido, acomplejados ante la lengua y la cultura, y rebeldes, también, e impregnados de un orgulloso resentimiento regional, que se sintieron representados, como mi abuela y mi madre, por el sentimentalismo romántico de Le Pera –"sus ojos se cerraron/ y el mundo sigue andando"— y el amargo reflexionar de Discepolín, en cuyos versos escucharon repicar los acordes de un Garcilazo: "Fiera vengaza la del tiempo/ que le hace ver deshecho lo que uno amó".
Creo a esta altura que el vaivén rítmico de la canción materna, signó oscura y contradictoriamente la orientación de mi escritura hacia el paisaje de la ciudad de Buenos Aires, el habla de su gente, la lengua coloquial, y sobre todo la canción popular –en un amasijo que incorpora los sones del gauchesco y del tango, del rock y de la cumbia fusionados con la lengua literaria--.
Mucho tiempo después, y justamente mientras escribía los textos de mi segundo libro Blues del amasijo, esa búsqueda me condujo hacia el Lorca de Poeta en Nueva York. En realidad, en esa lectura apasionada que hice de sus textos lo que me conmovió fue la capacidad del poeta de fusionar magistralmente la lírica popular con los recursos de la vanguardia: esa música proveniente de una versificación que combina versos de medida fluctuante insertos en un esquema métrico heredado, apertura del verso libre mezclada con la sonoridad de ritmos tradicionales; y ese modo de hacer estallar el cristal de la imagen tradicional y reunir sus fragmentos en constelaciones significativas nuevas, extrañas: como un calidoscopio infernal, lírico cambalache que al yirar y yirar descubre y proyecta el paisaje desolado de la multitud.

* Encuentro de poetas coordinado por la escritora española Concha García.
**En esta mesa participaron: Neus Aguado (Barcelona, España), Teresa Arijón (Buenos Aires, Argentina), María del Carmen Colombo (Buenos Aires, Argentina) y María Eloy García (Málaga, España), Manuela Fingueret (Argentina) y Concha García.

sábado, 3 de mayo de 2014

Horacio Zabaljáuregui: Sobre la muda encarnación


Horacio Zabaljáuregui

En el principio, es la hipnótica lámpara de la hoja en blanco, esa pampa espectral donde un signo, una sola cosa enciende, llama. Allí una voz encarna en la luz, allí una sola cosa forma fondo, va cavando. En el principio un torrente, el desierto murmullo incesante que va a dar a luz, que va a dar rienda suelta al eterno caballo del fluir. Sí. En el principio, fundar y fundir, y sobre todo, una manera de montar, de poner en escena, de recortar en el gran gerundio universal, la forma. Solapado caballo de Moebius que al verre deviene vaca, origami del signo, pliegue o bisagra del yo; metamorfosis de la lengua por la que el caballo nos da a la vaca. Así, por su propio peso, el del envase o en su defecto el del origen, por esa tara caída del árbol va cavando esta vaca aparecida, va llenando desde el abierto cielo de su herida al desierto suelo de su dolor. Es el duelo del sentido, un vacío difícil de llenar y también, un combate entre dos que se han desafiado. Alta en el cielo, la mirada. El afuera de la mirada, el eterno cristal la transparencia, el sueño, el zoom. El cielo. La gran cuenca vacía del cielo, los ojos el ciego, la noche de los ojos del ciego, el ciego de Baudelaire que levantaba los ojos hacia el cielo, hasta la deslumbrante ausencia, hasta el eclipse del padre. Cosas por el estilo. Un gesto. Una espiral como la de Pessoa, una serpiente sin serpiente enroscada verticalmente en ninguna cosa, la estola de tul de la Virgen, una víbora de rezos que se enrosca a los pies. Yo la vi como en un libro de estampas, como un retablo de la memoria. Es canción la madre “vaite a lavar, porcona, vaite a lavar”, yo la vi calle de los dibujos, los cromos del barrio. Imágenes-escenas Bosch y Brueghel, fogatas, iluminaciones, figuritas, boca de buraco el cincel. En el principio la Ponedora purísima del casto huevo celestial. En el principio, ni el huevo, ni la gallina, tan solo el vacío, por donde se vuela el alma, hálito o logos neumático que va a dar a luz la podredumbre del cuerpo, pura pérdida, el claustro donde se exhala, donde se muere un día de nacer. En esa zanja oscura una muda encarna y va mutando otras voces, fuentes donde abrevar: vallejo, Gelman, fuentes donde meter las patas, trazo, hilván de las costureras del reino de los cielos, que a pura pérdida hacen el sudario, la lengua al vacío donde volver a ver al verbo. Aliento de mí en la frase, entrañas huecas, tripas del reloj. A golpes de estilo acuna arrulla incuba en el alba blanca, en la pura luz llena luna hasta el colmo. Creo con ella que un cuchillo nos une. Creo en la muda encarnación, esa línea desafinada para un oído absoluto. Creo en la eficacia del vacío, creo en el desgarramiento, en la dispersión del cuerpo, aluvión y metamorfosis. Creo en el bestiario doméstico que va cavando un estilo, una poética, sin contrabando de
jergas, sin impostar teorías, sin trucos de ventrílocuo. Cuando así alumbra una voz, sólo nos resta celebrar y sobre todo arder cuando llama.

*Revista Último Reino, julio 1993, pp.25 a 29


Delia Pasini: La estética de la provocación


Delia Pasini

Hecho de tiempo y circunstancia, lo extemporáneo del lenguaje poético es su propio exilio. Me gustaría recordar la concepción de Wallace Stevens acerca de la poesía: “La imagen desnuda y la imagen como símbolo son el contraste: la imagen sin sentido y la imagen como sentido. Cuando se usa la imagen para sugerir algo más, es secundaria. La poesía, como algo imaginativo, consiste en algo más de lo que yace en la superficie”. Hoy, muchos libros que pretenden ser “poesía”, no trascienden ese discurso que yace en la superficie. Por eso me alegro ante La muda encarnación. Lenguaje poético que atraviesa el límite de la lógica –que representa nuestra necesidad de coherencia, es decir, de certeza— y de la decepción –encarnada en nuestra percepción de que la vida es algo más que una fórmula exacta, de que hay algo que se nos escapa de las manos. El hecho poético transcurre precisamente en ese lugar, en lo inasible, y esa inasibilidad nos perturba, nos emociona, nos ilumina al desencajarnos, porque nos devuelve nuestro propio sentido, lo pone en juego, para volver a perderlo, lo pone en riesgo. El hecho poético sucede en el riesgo. El lenguaje de María del Carmen Colombo, desde Blues del amasijo hasta cierta parte de este libro, es esgrimido como un cuchillo que provoca temor, porque hiere. Es un lenguaje punzante, donde la palabra no es celebratoria; tampoco blasfema: una estética de la provocación, que aleja al lenguaje del “bien decir”, del purismo, y lo utiliza como dialecto de la degradación. Es el lenguaje de la corrupción, de la suciedad, esa palabra que nos recuerda nuestra identidad. Hay algo idealizado: lo que no se posee. Ni la belleza de una estética gozosa, yo diría transparente, ni la luminosidad del territorio, limitado por la carencia de los sujetos. Eso idealizado, que se mira como “esas cosas que nunca se alcanzan”, ese mundo ´ancho y ajeno´ también es lo odiado, paraíso que nos devuelve al infierno adonde estamos sumergidos. Por eso ese lenguaje es sarcasmo, burla. El rencor del oprimido… también puede ser cruel. De ahí la necesidad del arma (cuchillo o lenguaje) para resarcirse, para ´compadrear`; de ahí también la necesidad de la música peculiar de ese lenguaje, que no es sinfónica, sino baile para excitar el cuerpo. La provocación del cuerpo erotizado. Hay la necesidad de pensar a la mujer como “lo materno”, entendiéndola como pasivo y sufrido vientre de la sumisión. Los binomios caballo/vaca, gallo/gallina así lo reflejan. La feminidad está pensada como lo innombrable, el no-lenguaje, un cuerpo ponedor. Al decir que la mujer es “eso”, su diferencia, su identidad queda abolida y se mitifica la maternidad, se la sacraliza, trabajando un territorio idealizado.Ese lenguaje connota una dicotomía formal: lo sagrado/lo profano, o una informal: paraíso/infierno. El purgatorio no es necesariamente el tercer término de esta dualidad, sino la feminidad, que es la irrupción –la encarnación de toda una cultura muda ante esto. La muda encarnación, entonces, tiene el valor de un oxímoron. Triste yovaca/gimes tu condición/de alverre: dar//vueltas y vueltas/ la que no fue/ alrededor de la casa/de la pampa oscura/ la que no pudo/ ser la que no/ alverre vaca.Al promediar el libro aparece un elemento que no estaba antes. Desaparece la concepción idealizada del “afuera”. Ese afuera, ese “mundo real” ya no pesa sobre la palabra. Es la palabra la que puede travesarlo, la que lo trastoca. Ya no hay sujeción; la palabra se vuelve metáfora. La palabra encarna. Ya no el lenguaje ob sceno --es decir, puesto en escena--, sino la transformación de diversos contextos. Al apropiárselos, surgen nuevas voces, nuevos colores que no estaban antes: aparece otra territorialidad. La palabra designa nuevos ámbitos; así resurge el barrio de la infancia sin pintoresquismos, sin sentimentalismo, sin idealización: es no es; es otra cosa: es metáfora poética. Aparece Brueghel; un Brueghel amable, el de los chicos jugando en la calle. Está Bosch, ¿cuál de los Bosch del tríptico? Seguramente o el tercero, el del mundo maquinal; seguramente el primero, más cercano al paraíso animal, a la fábula: calle de los dibujos/Bosch y Brueghel/una atmósfera familiar// percherones/locomotoras/remolcadores// pitan y resoplan/ tiran/cargados de bolsas/románicas de cúpulas/de ropa enormes/como iglesias/son imágenes escenas/ tiernas lecturas/ de humilde condición// una época de ocres/chapas otoñales/ en árboles sin techo// los chicos pían Bosch/resoplan Brueghel/pajaritos sobre ramas/de románicos ranchos//son imágenes tiernas/de condición percherones/remolcadores/locomotoras//en los dibujos/ de la calle// humildes padre Bosch/madre Brueghel/encuadernados como carros/en galpones ilustran/una atmósfera una época/familiar En otro poema, las cuencas vacías de los ciegos de Baudelaire iluminan la mirada de una chica que “ve”, a su pesar, la escena de la sordidez. El dolor de esa mirada queda suspendido del canto de un madre; la voz, ya no canción de cuna, ya no arrullo, alienta la exclusión. El horror de la realidad simbolizado en la herida que abren las palabras. Su ferocidad queda flotando; ya no puede borrarse, vuelto metáfora de la traición, y de la pérdida. Bosch, Brueghel, Baudelaire, no reducidos a epitafios de epígrafes, no convocados para sostener con su grandeza la impericia del lenguaje. Deseados, transformados, encarnados. Al apropiárselos, María del Carmen Colombo busca su propia voz. Lo contrario de la impostura; no se instala en la pseudo comodidad que proporciona una retórica lograda, o manejada con astucia. Hay dolor; también, la alegría del lenguaje. Me llevó a Rimbaud, que escribió: “me encanallo todo lo que puedo porque quiero ser poeta”. Encanallarse, para Rimbaud, significa no deberse a la sociedad, a costa de satisfacerse con una escritura subjetiva, insípida; significa llegar a lo desconocido descomponiendo todos los sentidos. Significa quedarse solo, adentrarse en el camino individual. Encanallarse: lo contrario de la abyección. Al apropiárselos, María del Carmen Colombo encuentra su propia voz. Creo que a esta altura ya sabe lo que eso significa, porque escribió este libro, porque escribió el bellísimo poema final del libro: “… ella/ cree en la eficacia/ del vacío… --escribe— y representa/la escena pensada por dios/para salvarnos”. Así termina este libro, con la esperanza en el principio. Porque Dios concibe a la criatura humana plenamente personificada con su voz individual, indeducible, irrepetible. Para que la literatura se vuelva irrespirable tiene que tener tanta respiración interna como sólo puede darse en la incomodidad, e la soledad, en el inconformismo. Aliviar el ego individual con un hallazgo solo conduce a la asfixia; aspirar a u lenguaje que conmueva, que descoloque tanto al lector como a quien lo escribe implica, irremediablemente, una travesía de absoluta, inalienable libertad y, por consiguiente, de desamparo. No es el camino más fácil, pero sí el más gozoso.

*Revista Último Reino, julio 1993, pp. 25 a 29.