miércoles, 25 de abril de 2018

Vicente Muleiro: Prólogo Antología poética Fondo Nacional de las Artes de Colombo María del Carmen


PRÓLOGO


 La obra de María del Carmen Colombo destila lenguajes propios y lenguajes de época;  nombra –con una técnica de distancia originalísima- sucesos y personajes conocidos por la tribu urbana a la que pertenece; se desliza por ritmos que alguna vez pasaron por nuestros oídos y los reinventa. Con todo eso avanza hacia una potente apuesta de singularidad: la poesía de Colombo es solo de ella, de sus advertidas laceraciones y entrevistas epifanías, no pueden ser fotocopiadas por aproximación porque su reconocible impronta las rechazaría sin piedad.
     Esta antología entrega la oportunidad de indagar en su mundo y de aproximarnos a sus destrezas técnicas. Pero la de Colombo es poesía, plena poesía, enredada también con su silencio, y por lo tanto no resulta posible devolverla “explicada” sino que habilita a tentar en su niebla, al esfuerzo descriptivo de dar cuenta del fruto que se ha masticado sin que por ello podamos descubrir la palabra exacta que le corresponde a su sabor.    

1.      Por la amplia avenida del corso

 Los textos de La edad necesaria, que inauguran esta antología –no los descubrimientos poéticos de Colombo, anteriores a 1978, que los hay--  actúan aquí como un pre anuncio de búsqueda de objetos poetizables que luego habrá de profundizarse. Entre ellos un afán totalizador desesperado;  una confianza en la poesía como la íntima y última habladora de la historia; la desolada distancia hacia los otros de la vida y la ajenidad del mundo percibida como una fatalidad  y, con ello, el deber poético de intentar imposibles y deseadas fundiciones con el cuerpo, con la realidad sociopolítica, con la vida a secas. De las imposibilidades cantadas que generan esos olímpicos propósitos brota el rasgueo de la queja y el pedido de rescate sin eufemismos. Vivir es exponerse,  dice Colombo;  en la piel y en las vísceras quedan huellas indelebles de toda aventura;  el cuerpo es la única sede que nos presenta ante el mundo y ella poéticamente va a mostrar las llagas que deja el juego entre la otredad y el yo. Hay poemas, versos que registran esta dramática y un cierre ("Tercera persona del plural") que actúa a modo de condensación.
      Se entreven en La edad necesaria, giros, vocablos, sombras que perfilan lo que se tornará pleno en Blues del amasijo y Blues del amasijo y otros poemas: la conformación de un mundo carnavalesco sombrío y propio, surgido, creo, del registro preponderante de la vida social argentina, el de la clase media baja, un mundo espectacular casero y de cartón pintado donde desfilan como en un afiche fellinesco pálidas rameras que se consumen, chamuyos de loca, ángeles que copulan en un tugurio, tangueras pieles de armiño. Diría: un mundo que se arregla para la fiesta pero al que se le corre el maquillaje, negras lágrimas de pintura barata mezcladas con la transpiración y el llanto porque, che, siempre hay cuervos sobrevolando sobre el intento celebratorio, los héroes se nos  mueren cuando más los necesitamos y la cerveza se entibia demasiado rápido.
      ¿Puro fracaso? No. Con él y en él, el registro de una erótica posible, la gracia de mostrar “la punta, la puntita” en pos de un deseo que da para más. En estas cumbias, danzones y lentejuelas, tan de Colombo, no hay una estetización embelesada de lo popular, ni la mirada embobada de un turista sociológico que se asoma a ver cómo se divierte la muchachada nacional: hay una participación y una búsqueda en pos de lo orgiástico posible así en la vida pública como en sus prometedoras noches pecaminosas donde desfila la murga “Los nenes de Gaboto” porque al pétalo amargo del carnaval hay que comerlo crudo.
     El social-histórico que se desliza por este tramo de la obra de Colombo es –dijimos-  sombrío, se planta en una etapa de desapariciones y exilios, en un largo tramo (predictadura-dictadura-posdictadura demasiado larga). Época que para todos los poetas de esa generación hubiera debido coincidir con un despliegue vital y terminó en un escondrijo salpicado de sangre y bombardeado por las noticias de la tragedia.

2.      La gauchesca guacha

En La muda encarnación, Colombo se apropia del lenguaje de la gauchesca a partir de una operación única: es como si tropezara con ese género fundante y lo viera, además de previsiblemente corroído y revisado por la crítica, diluido en su importancia referencial, gastado en su poder mítico, repetido en sus significantes y vaciado de significaciones.  Creo que para la intuición poética de la autora la gauchesca es un teatro del lenguaje al que solo se lo puede descalcificar con el humor. En términos poéticos y políticos, para Colombo la gauchesca es guacha y entonces solo cabe jugar con ELLA y resignificarla.
    Queda pues esa posibilidad de retozar  con la sonoridad verbal: caballo/vaca/jinete, inversiones para buscar otros significados (yo-vaca). Acaso en esta zona de la poesía de Colombo surja, con más potencia que en otros tramos, el gusto por el plano fónico del lenguaje popular, una erotización auditiva sobre la planicie de las voces normalizadas y el lenguaje articulado.
    En este teatro falsamente rural se ponen a pastar otras cuestiones, la audacia de las citas culturales desprendidas de los malentendidos alto/bajo y la puesta en texto de agonías personales que atraviesan toda la obra, como la pérdida, la persecución de sentido y la ambigüedad de todo lo creado, de lo que se puede asir y no, de lo que asimos y nos deja con hambre. Las consabidas nostalgias por la plenitud y la inclusión  en un todo posible/imposible  reaparecen una y otra vez.
 Bascularse entre la existencia inevitable y la certeza de lo inexistente en acecho tiene que ver con la búsqueda poética porque, hay que saberlo, la poeta tiene “un vano problema con todo” algo que, siguiendo ciertas líneas de humor que aparecen súbitamente, se podría decir que es un pequeño problema. 
     La muda encarnación resulta un libro en extremo curioso por una mixtura fuera de todo cálculo y fuera de las genealogías poéticas de las últimas décadas: los ecos de una gauchesca revisada por Lamborghini y Gelman –desde registros absolutamente diversos- en sus caras risueñas, aparentemente bucólicas y trágicas suenan junto al retorno agónico de las quemaduras existenciales de Alejandra Pizarnik.

3.      Hacia la China      

           El libro La familia china se planta como un burilado de los procedimientos de Colombo y, a su vez, hace otras apuestas.
      El trabajo con la prosa poética aparece como una novedad en el ritmo y la disposición gráfica frente a la obra anterior. Compelida a pisar tierra desconocida sintió la tentación baudeleriana de salir de la constricción de “lo poético” para tentar otra modalidad discursiva: el desafío de mantener la cadencia a veces plácida, a veces endiablada por tajos abruptos o por la irrupción de vocablos de otros registros, son algunas de las conquistas de esta Familia chinesca.
    En su trabajo Teoría de la poesía en prosa (Sevilla, 1999) María Teresa Utrera Torremocha le adjudica al género, basándose en los escritos de San Agustín, una tensión confesional ligada a la verdad. Colombo no toma por esos caminos seguros y sabiamente transitados. Ella hace del poema en prosa un juego de sombras chinescas  donde importa mucho más el versus que lo verdadero.
    Porque hay aquí un retablo neblinoso que mezcla planos significativos, fundamentalmente lo oriental trasmutado, inventado: la poeta es aquí una niña que sobreimagina en torno de lo aparente, sonríe para adentro, y comparte ese humor cosquilleante con el lector posible.  Pero a la piba no se le escapa nada: ni los relieves eróticos, ni el bostezo siestero,  ni las perplejidades de los trasplantes inmigratorios, ni las consecuencias de desafiar el orden establecido. La familia china es una enorme trampa poética, hipnótica, que se hamaca entre juegos sonoros y reconocibles nudos de sentido.

4.      Un no-lugar en el mundo

Es obvio que María del Carmen Colombo por su edad necesaria se ubica entre los poetas herederos de la fuerte y variada circulación de los poetas del 60. Cuando no se toma a esa producción con reduccionismos estéticos y políticos salta a la vista que la panoplia no puede ser deslucida a un solo tono: ni al epigonismo tanguero, ni a las mezclas de las voces populares con César Vallejo, ni a los resabios de nerudismo, ni a la dramática existencial, ni a los juegos de lógica, ni a la poesía cerebral,  ni al persistente rebotar del surrealismo, ni a las fulguraciones del vitalismo latinoamericano, ni al asombro cosmopolita por poetizar los gritos de la calle y los estallidos de la cultura pop.
   A los 60 hay que tomarlos con todo eso y más. Colombo parte de algunas de esas líneas, se pueden entrever sus lecturas privilegiadas –Gelman, Lamborghini, Pizarnik, Giannuzzi, Orozco para arriesgar apenas un primer pelotón- pero en su coctelera están borradas las pistas en pos de la pelea por la propia voz.
    En esa voz propia caben un manejo rítmico variado y exhaustivo –del verso de largo aliento al corte salvaje, de la poesía en prosa a la quasi monosilábica--; un gusto por la materialidad de la palabra –como si antes de escribirlas las masticara-; una valija de vocabulario de choque, donde esas  palabras pueden surgir del prestigio poético previo al lado de  otro, inaudito.
      Junto con eso  brilla la novedad que Colombo nos trae: ese mundo donde la subjetividad desgarrada se implica, se divierte y revierte con una inmanencia que es un escenario de varieté donde suenan músicas rotas, músicas posibles, músicas de la palabra: poesía.   

Vicente Muleiro