Horacio Zabaljáuregui |
En
el principio, es la hipnótica lámpara de la hoja en blanco, esa pampa espectral
donde un signo, una sola cosa enciende, llama. Allí una voz encarna en la luz,
allí una sola cosa forma fondo, va cavando. En el principio un torrente, el
desierto murmullo incesante que va a dar a luz, que va a dar rienda suelta al
eterno caballo del fluir. Sí. En el principio, fundar y fundir, y sobre todo,
una manera de montar, de poner en escena, de recortar en el gran gerundio
universal, la forma. Solapado caballo de Moebius que al verre deviene vaca,
origami del signo, pliegue o bisagra del yo; metamorfosis de la lengua por la
que el caballo nos da a la vaca. Así, por su propio peso, el del envase
o en su defecto el del origen, por esa tara caída del árbol va cavando esta
vaca aparecida, va llenando desde el abierto cielo de su herida al desierto
suelo de su dolor. Es el duelo del sentido, un vacío difícil de llenar y
también, un combate entre dos que se han desafiado. Alta en el cielo, la
mirada. El afuera de la mirada, el eterno cristal la transparencia, el sueño,
el zoom. El cielo. La gran cuenca vacía del cielo, los ojos el ciego, la noche
de los ojos del ciego, el ciego de Baudelaire que levantaba los ojos hacia el
cielo, hasta la deslumbrante ausencia, hasta el eclipse del padre. Cosas por el
estilo. Un gesto. Una espiral como la de Pessoa, una serpiente sin serpiente
enroscada verticalmente en ninguna cosa, la estola de tul de la Virgen, una
víbora de rezos que se enrosca a los pies. Yo la vi como en un libro de estampas,
como un retablo de la memoria. Es canción la madre “vaite a lavar, porcona,
vaite a lavar”, yo la vi
calle de los dibujos, los cromos del barrio. Imágenes-escenas Bosch y Brueghel,
fogatas, iluminaciones, figuritas, boca de buraco el cincel. En el principio la
Ponedora purísima del casto huevo celestial. En el principio, ni el huevo, ni
la gallina, tan solo el vacío, por donde se vuela el alma, hálito o logos
neumático que va a dar a luz la podredumbre del cuerpo, pura pérdida, el
claustro donde se exhala, donde se muere un día de nacer. En esa zanja oscura
una muda encarna y va mutando otras voces, fuentes donde abrevar: vallejo,
Gelman, fuentes donde meter las patas, trazo, hilván de las costureras del
reino de los cielos, que a pura pérdida hacen el sudario, la lengua al vacío
donde volver a ver al verbo. Aliento de mí en la frase, entrañas huecas, tripas
del reloj. A golpes de estilo acuna arrulla incuba en el alba blanca, en la
pura luz llena luna hasta el colmo. Creo con ella que un cuchillo nos une. Creo
en la muda encarnación, esa línea desafinada para un oído absoluto. Creo en la
eficacia del vacío, creo en el desgarramiento, en la dispersión del cuerpo,
aluvión y metamorfosis. Creo en el bestiario doméstico que va cavando un
estilo, una poética, sin contrabando de
jergas, sin impostar teorías, sin trucos de
ventrílocuo. Cuando así alumbra una voz, sólo nos resta celebrar y sobre todo
arder cuando llama.
*Revista Último Reino, julio 1993, pp.25 a 29
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