Por María del
Carmen Colombo
El poema elegido
está incluido en mi último libro editado, La familia china. Forma parte de ese conjunto que irrumpió y se fue gestando paralelamente a la
escritura de otros poemas como una escritura secreta. Y digo secreta porque
pasó mucho tiempo hasta que la hiciera conocer. Es que esa irrupción fue
desconcertante para mí, que no atinaba a dar cuenta de lo que en ese momento
estaba pasando con mi poesía.
Desconcertante
pero también gozosa. Porque al dejarme llevar por esa nueva música iba ocupando el espacio de la página
(llenando el espacio con letras). Y con la forma del «poema en prosa», con esos
poemas achaparrados y compactos, sentía que me liberaba de esos otros poemas, delgados, casi
raquíticos, y de gran concentración de
mis libros anteriores. Creo que en ese
aspecto tuvo mucho que ver el encuentro con
los textos de Osvaldo Lamborghini, en particular con Matinales. La sonoridad
alucinatoria de ese texto obró como un disparador para la entrada de ritmos
hasta entonces nunca abordados por mi escritura. Lo leí y releí hasta casi
memorizar algunos fragmentos; siempre
como «poema» y sin reparar en que el autor y los críticos lo catalogaban como
«cuento».
El elemento
oriental fue aportado por «los chinos de acá», como llamaba yo a una
familia que ocupaba un departamento de
la casa donde vivía, en el barrio de Villa Crespo. Encontraba al padre de esa familia -integrada además por
su mujer y dos hijas- en las reuniones de consorcio. Me causaba gracia la respuesta
que ese hombre daba a cualquier pregunta incómoda: «no entender, no entender»,
repetía. Pero la frase quedaba
resonando, como un mantra que parecía traducir mi propia desorientación.
Ese hombre inspiró
el poema elegido para la sección «La historia de un poema», que fue uno de los
primeros que escribí, basándome sólo en ciertos detalles que creí evocaban lo oriental (un ejemplo es
el uso de palabras del tipo «biombo», «bambú», «abanico»).
Lo oriental así
entendido, y como elemento de mediación, también me permitió tomar distancia y
a su vez acercarme de otra manera a un territorio familiar, que no sólo incluye
la lengua del Río de la Plata, sino además una tradición literaria, con la que
trabajé en libros anteriores. Me refiero a ciertas voces del gauchesco, a
Esteban Echeverría, Girondo, Artl, Discépolo. Dentro de esta «familia», también
se incluyen «parientes lejanos», como Rimbaud o Elisabeth Bishop. Todo mezclado
con retazos de elementos biográficos y de discurso político (este último encarado
en forma panfletaria). Mezcolanza,
entonces. Y también humor, el encuentro de lirismo y humor. Un humor más
emparentado con la sonrisa que con la carcajada –el sonreír de los tontos-, que
a veces roza la ironía, pero que nunca llega a la mueca.
Mi hija Soledad
fue la primera lectora: su entusiasmo me alentó a continuar. Y sus acertadas
indicaciones me sirvieron en la etapa de
corrección. Ella me convenció de
que el título era el adecuado, por el doble sentido de la expresión «familia
china»: uno, el evidente; y el otro, el que alude en nuestra lengua coloquial a
una particularidad inextricable. Más tarde, la lectura de Antonio Moro, amigo y
poeta cordobés, resultó fundamental para que pudiera seguir adelante. Cuando
creí que el libro estaba concluido, entregué el material a otro amigo, el poeta
y dramaturgo Alfredo Rosenbaum, quien llevó a escena los poemas, en el Teatro
Rojas.
El estreno de esa
obra coincidió con la publicación del libro, editado por José Luis Mangeri, en
Editorial Tierra Firme. La salida del libro me conmocionó. Pero asistir como
espectadora al estreno y a las sucesivas representaciones fue una experiencia
impactante. Creo que fue gracias a esa conmoción que comprendí hondamente el
sentido de los poemas de ese libro. Hilos Editora lo reeditó en 2012, en una
versión que incluye tres textos inéditos.
*
Cuando las tres
chicas se acercan, el padre cierra el abanico de sus sentimientos, de golpe.
Tiene miedo el padre chino de que el calor de sus hijas desplanche las rayitas
de su alma, plisadas con suma paciencia por sus antepasados.
El miedo le hace
pitar de una boquilla elongada hasta el límite. Chupa del pico el hombre, y de
su boca evaporada por el humo se desprenden pensamientos finitos como el perfil
de un pez raya. Es el opio de los pueblos con que carga su boquilla el que lo
hace descifrar sus pensamientos en voz alta.
“Esas tintoreras
–dice de sus hijas– calientan la pava y después yo salgo hecho una planicie.
Qué saben ellas, tan chiquitas, del trabajo que costó a mis antepasados imitar
el oscuro abanico de las olas, escama por escama, durante milenios, hasta hacer
de mi alma este biombo musical que sólo los hombres chinos saben desplegar con
dignidad.”
Al escucharlo, la
más china de las tres chicas desenrolla el caracol de su rodete en señal de
rebelión.
Cae ondulado el
bandoneón de su pelo, y el padre recuerda el golpe, seco, de una sombrilla al
cerrarse.
María del Carmen
Colombo, en La familia china
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