PRÓLOGO
La obra de María del
Carmen Colombo destila lenguajes propios y lenguajes de época; nombra –con una técnica de distancia
originalísima- sucesos y personajes conocidos por la tribu urbana a la que
pertenece; se desliza por ritmos que alguna vez pasaron por nuestros oídos y
los reinventa. Con todo eso avanza hacia una potente apuesta de singularidad:
la poesía de Colombo es solo de ella, de sus advertidas laceraciones y
entrevistas epifanías, no pueden ser fotocopiadas por aproximación porque su
reconocible impronta las rechazaría sin piedad.
Esta antología entrega la oportunidad de
indagar en su mundo y de aproximarnos a sus destrezas técnicas. Pero la de
Colombo es poesía, plena poesía, enredada también con su silencio, y por lo
tanto no resulta posible devolverla “explicada” sino que habilita a tentar en
su niebla, al esfuerzo descriptivo de dar cuenta del fruto que se ha masticado
sin que por ello podamos descubrir la palabra exacta que le corresponde a su
sabor.
1. Por la amplia avenida del corso
Los textos de La edad necesaria, que inauguran
esta antología –no los descubrimientos poéticos de Colombo, anteriores a 1978,
que los hay-- actúan aquí como un
pre anuncio de búsqueda de objetos poetizables que luego habrá de profundizarse.
Entre ellos un afán totalizador desesperado;
una confianza en la poesía como la íntima y última habladora de la
historia; la desolada distancia hacia los otros de la vida y la ajenidad del
mundo percibida como una fatalidad y,
con ello, el deber poético de intentar imposibles y deseadas fundiciones con el
cuerpo, con la realidad sociopolítica, con la vida a secas. De las
imposibilidades cantadas que generan esos olímpicos propósitos brota el rasgueo
de la queja y el pedido de rescate sin eufemismos. Vivir es exponerse, dice Colombo;
en la piel y en las vísceras quedan huellas indelebles de toda
aventura; el cuerpo es la única sede que
nos presenta ante el mundo y ella poéticamente va a mostrar las llagas que deja
el juego entre la otredad y el yo. Hay poemas, versos que registran esta
dramática y un cierre ("Tercera persona del plural") que actúa a modo de
condensación.
Se entreven en La edad necesaria, giros,
vocablos, sombras que perfilan lo que se tornará pleno en Blues del amasijo y
Blues del amasijo y otros poemas: la conformación de un mundo carnavalesco
sombrío y propio, surgido, creo, del registro preponderante de la vida social
argentina, el de la clase media baja, un mundo espectacular casero y de cartón
pintado donde desfilan como en un afiche fellinesco pálidas rameras que se
consumen, chamuyos de loca, ángeles que copulan en un tugurio, tangueras pieles
de armiño. Diría: un mundo que se arregla para la fiesta pero al que se le
corre el maquillaje, negras lágrimas de pintura barata mezcladas con la transpiración
y el llanto porque, che, siempre hay cuervos sobrevolando sobre el intento
celebratorio, los héroes se nos mueren
cuando más los necesitamos y la cerveza se entibia demasiado rápido.
¿Puro fracaso? No. Con él y en él, el
registro de una erótica posible, la gracia de mostrar “la punta, la puntita” en
pos de un deseo que da para más. En estas cumbias, danzones y lentejuelas, tan
de Colombo, no hay una estetización embelesada de lo popular, ni la mirada
embobada de un turista sociológico que se asoma a ver cómo se divierte la
muchachada nacional: hay una participación y una búsqueda en pos de lo
orgiástico posible así en la vida pública como en sus prometedoras noches
pecaminosas donde desfila la murga “Los nenes de Gaboto” porque al pétalo amargo
del carnaval hay que comerlo crudo.
El social-histórico que se desliza por
este tramo de la obra de Colombo es –dijimos-
sombrío, se planta en una etapa de desapariciones y exilios, en un largo
tramo (predictadura-dictadura-posdictadura demasiado larga). Época que para
todos los poetas de esa generación hubiera debido coincidir con un despliegue
vital y terminó en un escondrijo salpicado de sangre y bombardeado por las
noticias de la tragedia.
2. La gauchesca guacha
En
La muda encarnación, Colombo se apropia del lenguaje de la gauchesca a partir
de una operación única: es como si tropezara con ese género fundante y lo
viera, además de previsiblemente corroído y revisado por la crítica, diluido en
su importancia referencial, gastado en su poder mítico, repetido en sus
significantes y vaciado de significaciones.
Creo que para la intuición poética de la autora la gauchesca es un
teatro del lenguaje al que solo se lo puede descalcificar con el humor. En
términos poéticos y políticos, para Colombo la gauchesca es guacha y entonces
solo cabe jugar con ELLA y resignificarla.
Queda pues esa posibilidad de retozar con la sonoridad verbal: caballo/vaca/jinete,
inversiones para buscar otros significados (yo-vaca). Acaso en esta zona de la
poesía de Colombo surja, con más potencia que en otros tramos, el gusto por el
plano fónico del lenguaje popular, una erotización auditiva sobre la planicie
de las voces normalizadas y el lenguaje articulado.
En este teatro falsamente rural se ponen a
pastar otras cuestiones, la audacia de las citas culturales desprendidas de los
malentendidos alto/bajo y la puesta en texto de agonías personales que
atraviesan toda la obra, como la pérdida, la persecución de sentido y la
ambigüedad de todo lo creado, de lo que se puede asir y no, de lo que asimos y
nos deja con hambre. Las consabidas nostalgias por la plenitud y la
inclusión en un todo
posible/imposible reaparecen una y otra
vez.
Bascularse entre la existencia inevitable y la
certeza de lo inexistente en acecho tiene que ver con la búsqueda poética
porque, hay que saberlo, la poeta tiene “un vano problema con todo” algo que,
siguiendo ciertas líneas de humor que aparecen súbitamente, se podría decir que
es un pequeño problema.
La muda encarnación resulta un libro en
extremo curioso por una mixtura fuera de todo cálculo y fuera de las
genealogías poéticas de las últimas décadas: los ecos de una gauchesca revisada
por Lamborghini y Gelman –desde registros absolutamente diversos- en sus caras
risueñas, aparentemente bucólicas y trágicas suenan junto al retorno agónico de
las quemaduras existenciales de Alejandra Pizarnik.
3. Hacia la China
El libro La familia china se planta
como un burilado de los procedimientos de Colombo y, a su vez, hace otras apuestas.
El trabajo con la prosa poética aparece
como una novedad en el ritmo y la disposición gráfica frente a la obra
anterior. Compelida a pisar tierra desconocida sintió la tentación baudeleriana
de salir de la constricción de “lo poético” para tentar otra modalidad
discursiva: el desafío de mantener la cadencia a veces plácida, a veces
endiablada por tajos abruptos o por la irrupción de vocablos de otros
registros, son algunas de las conquistas de esta Familia chinesca.
En su trabajo Teoría de la poesía en prosa
(Sevilla, 1999) María Teresa Utrera Torremocha le adjudica al género, basándose
en los escritos de San Agustín, una tensión confesional ligada a la verdad.
Colombo no toma por esos caminos seguros y sabiamente transitados. Ella hace
del poema en prosa un juego de sombras chinescas donde importa mucho más el versus que lo
verdadero.
Porque hay aquí un retablo neblinoso que
mezcla planos significativos, fundamentalmente lo oriental trasmutado,
inventado: la poeta es aquí una niña que sobreimagina en torno de lo aparente,
sonríe para adentro, y comparte ese humor cosquilleante con el lector
posible. Pero a la piba no se le escapa
nada: ni los relieves eróticos, ni el bostezo siestero, ni las perplejidades de los trasplantes inmigratorios,
ni las consecuencias de desafiar el orden establecido. La familia china es una
enorme trampa poética, hipnótica, que se hamaca entre juegos sonoros y
reconocibles nudos de sentido.
4. Un no-lugar en el mundo
Es
obvio que María del Carmen Colombo por su edad necesaria se ubica entre los
poetas herederos de la fuerte y variada circulación de los poetas del 60.
Cuando no se toma a esa producción con reduccionismos estéticos y políticos
salta a la vista que la panoplia no puede ser deslucida a un solo tono: ni al
epigonismo tanguero, ni a las mezclas de las voces populares con César Vallejo,
ni a los resabios de nerudismo, ni a la dramática existencial, ni a los juegos
de lógica, ni a la poesía cerebral, ni
al persistente rebotar del surrealismo, ni a las fulguraciones del vitalismo
latinoamericano, ni al asombro cosmopolita por poetizar los gritos de la calle
y los estallidos de la cultura pop.
A los 60 hay que tomarlos con todo eso y más.
Colombo parte de algunas de esas líneas, se pueden entrever sus lecturas
privilegiadas –Gelman, Lamborghini, Pizarnik, Giannuzzi, Orozco para arriesgar
apenas un primer pelotón- pero en su coctelera están borradas las pistas en pos
de la pelea por la propia voz.
En esa voz propia caben un manejo rítmico
variado y exhaustivo –del verso de largo aliento al corte salvaje, de la poesía
en prosa a la quasi monosilábica--; un gusto por la materialidad de la palabra
–como si antes de escribirlas las masticara-; una valija de vocabulario de
choque, donde esas palabras pueden
surgir del prestigio poético previo al lado de
otro, inaudito.
Junto con eso brilla la novedad que Colombo nos trae: ese
mundo donde la subjetividad desgarrada se implica, se divierte y revierte con
una inmanencia que es un escenario de varieté donde suenan músicas rotas,
músicas posibles, músicas de la palabra: poesía.
Vicente
Muleiro
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